Redacción:Noelia Pinto Cervero-Latribunamadridista
La pesada tranquilidad del agosto de 1963 fue sacudida de forma repentina por una noticia bomba: ¡Han secuestrado a Di Stéfano en Caracas!
El Madrid había acudido allí a jugar un torneo que por aquel entonces alcanzó celebridad, llamado Series Mundiales de Caracas, popularmente conocido como Pequeña Copa del Mundo. Reunía equipos europeos y sudamericanos, en un intento que recuerda la actual International Champions Cup de EE UU, más ambiciosa. Aquella edición la disputaban Madrid, Oporto y São Paulo, en liguilla a dos vueltas. El martes 20, el Madrid se estrena con 2-1 sobre el Oporto. Di Stéfano juega, pero termina con molestias en la espalda. El viernes, ante el São Paulo, no juega, le sustituye Evaristo. El Madrid pierde 2-1 un partido que tiene un descanso accidentadísimo. Mientras los equipos están en el vestuario, se oyen disparos fuera del estadio. El público, atemorizado, invade el campo. Hay heridos en la avalancha. Se tarda tiempo en recomponer la situación, pero al fin se puede jugar la segunda parte, que empieza con 45 minutos de retraso.
Los jugadores regresan al Hotel Potomac, donde se hospedan, comentando lo revuelto que está el país. El presidente, Rómulo Betancourt, había alcanzado el poder apoyándose en la izquierda, pero estaba gobernando en derechas y había revueltas.
A las seis y media de la madrugada del sábado 24 (en España las once y media), Di Stéfano duerme en la habitación cuando recibe una llamada del conserje, que le dice que hay unos policías que piden que baje. Di Stéfano piensa que es una broma de compañeros y contesta: “Si quieren hablar conmigo, que suban ellos”. Y se da la vuelta para seguir durmiendo.
Pero al poco rato llaman a la puerta, abre y aparecen los tres sedicentes policías, junto al conserje. Le dicen que tiene que acompañarles a comisaría, para una inspección de rutina. Di Stéfano dice que lo tiene que comunicar a Muñoz Lusarreta (vicepresidente, a cargo de la expedición) o a Agustín Domínguez (secretario de la gerencia), pero le dicen que va a ser sólo un momento y le urgen. Santamaría, cuya habitación se comunica por puerta directa con la de Di Stéfano, ha escuchado voces, pasa y le insiste en que hable con los directivos. Pero Di Stéfano, urgido por los policías, sale con ellos.
Abajo le meten en un coche y le dicen que está secuestrado. Le vendan los ojos y le ponen unas gafas oscuras. Le dicen que esté tranquilo, que no le pasará nada. Y empieza un baile: primero a un apartamento, luego a una casa de campo, finalmente a un piso por el centro de la ciudad. Él, vendado, no podrá identificar los trayectos. A la una de la tarde, un portavoz de la organización subversiva Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN) llama por teléfono al hotel, habla con Muñoz Lusarreta y le dice que Di Stéfano está bien, que no sufrirá ningún daño y que le soltarán en cuanto el secuestro haya alcanzado suficiente publicidad. Que todo lo que pretenden es llamar la atención sobre su movimiento, crítico con Betancourt. Establecen comunicaciones con las agencias de prensa.
La llamada tranquiliza relativamente. Enseguida se recuerda el secuestro por los castristas, cinco años antes, de Fangio en La Habana, liberado después del Gran Premio que se le impidió correr. Está claro que el FALN sigue paso por paso el manual de aquella operación, que le resultó rentable al castrismo.
A Bernabéu el asunto le pilla pescando en Santa Pola, desde donde ordena a Muñoz Lusarreta que siga punto por punto las indicaciones del embajador español, Matías Vega, que a su vez dispone que todos los jugadores abandonen el hotel y pernocten en la embajada. Raimundo Saporta, que está en Lausana, vuela a Madrid, donde prácticamente se instala en el Ministerio de Exteriores, para seguir el proceso.
En Caracas, la policía peina la ciudad, pero Di Stéfano no aparece. El apartamento donde le esconden no tiene ni una cama, sólo un sofá. Continuamente tiene vigilancia armada. No le dejan asomarse al exterior, aunque por el ruido deduce que está por el centro. Recibe palabras tranquilizadoras. El jefe del grupo, Máximo Canales (conocido así en la época, pero de nombre real Paul del Río), hijo de asturianos, le insiste en que sólo se trata de llamar la atención, que le soltarán pronto, le hablan de la justicia de su causa, pero Di Stéfano está nervioso y lo pasa mal. Sólo puede comer perritos calientes, no le entra otra cosa, aunque se esfuerzan en darle bien de comer. Hasta le traen una paella, encargada en un restaurante de prestigio. Juegan con él a las cartas, apuestan a los caballos en compañía, le permiten escuchar por radio el partido que el domingo 25 juegan el Madrid y el Oporto, en el que repite Evaristo en su puesto. El Madrid vuelve a ganar 2-1.
El lunes 26 es el octavo cumpleaños de su hijo Alfredo, y él está secuestrado. Al fin, avanzada la mañana, le dicen que le van a liberar. Le cambian la ropa que traía, le pretenden pelar al cero, para ser menos reconocible, pero él les disuade (“¡si yo ya casi no tengo pelo, y además rubio!”), cambian de idea y le ponen un sombrero. Le bajan al coche otra vez cegado. Él siente que es el momento más crítico, que se puede producir un tiroteo y les pide: “Si hay tiros, denme una pistola, no quiero morir como un conejo”. Pero no se la dan. Le sueltan en la Avenida Libertadores, tras quitarle la venda, a seis manzanas de la embajada. Salta del coche, se esconde un minuto tras un árbol y finalmente cruza la calle corriendo para coger un taxi, al que él mismo guía hasta la embajada, porque conocía el trayecto. Cuando llega a la puerta ve un cartel que pone: “Abierto de diez a dos”. Miró el reloj, que había conservado… ¡y ve que son las dos y diez! Pulsa el timbre y así está, no sabe cuántos minutos, hasta que una mujer abre a desgana y le mira con reproche hasta que le reconoce y se echa a llorar. Le hace pasar, en el edificio sólo está el matrimonio que lo tiene a cargo cuando no hay nadie. Desde allí mismo llaman al Hotel Potomac (el equipo sólo pasó una noche en la embajada) y al embajador. Y a Madrid, a su familia, y a Buenos Aires, a sus padres.
Se convoca una rueda de prensa, y entre los periodistas Di Stéfano reconoce a dos de los varios miembros del comando que pasaron por el apartamento. Disimula. Cuando la policía le da fotos para reconocer sólo identifica a Máximo Canales, del que ya se sabía que era el jefe del operativo. No quiere líos. Sólo piensa en volver.
Pero el martes 28 hay el segundo partido contra el São Paulo, y Bernabéu insiste en que se quede y juegue, para honrar el compromiso y, en cierto modo, para demostrar que al Madrid no le arredraba nada. Así que Di Stéfano juega. Aparece entre una ovación tremenda, pero juega fatal, agotado, aturdido y sin reflejos, tras dos noches mal alimentado y peor dormido. Muñoz le sustituye en el descanso. El partido acaba empate a cero, el São Paulo sale campeón. El Madrid renuncia al compromiso de jugar en Bogotá, ante el Millonarios, por lo que iba a percibir 25.000 dólares. El contrato se resuelve amistosamente. Tras una declaración más ante la policía, Di Stéfano puede por fin regresar. El jueves embarca junto a sus compañeros con rumbo a Madrid. Llega hasta la escalerilla del avión escoltado por un policía… ¡que también resultó ser uno de los secuestradores! Le dijo al oído: “Gracias, Alfredo. ¡Te portaste como un fenómeno!” El viernes desembarcó feliz en Barajas, recibido como un héroe.
Pero a él no le quedó ningún buen recuerdo de aquello, todo lo contrario. En 2005 el Madrid estrenó la película Real, The Movie, en la que Máximo Canales (que estaba alejado de la política y se había ganado la vida como pintor), interviene en el papel de un aficionado que estimulaba a los chicos de su barrio a jugar. Al Madrid le pareció una gran idea, a Di Stéfano no. Se invitó a Canales al estreno, que se hizo en el propio palco del Bernabéu, lo que tampoco le pareció una gran idea a Di Stéfano. En ese afán comercial del Madrid de estos tiempos, se intentaba buscar un abrazo de perdón, una foto que contribuyera a lanzar la película. Di Stéfano se negó, yo fui testigo. Accedió a hablar con él, pero no le quiso ni dar la mano:
—Usted hizo pasar mucho miedo a mi familia. No tenemos nada de qué hablar—.